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Evanescence – Alma Festival (Madrid)

Hay bandas eternas y bandas de un momento concreto, y Evanescence representa esto segundo como pocas otras. Ese fenómeno emo de principios de los 2000 en el que muchos chavales de mi generación –madre mía, ya utilizando estas puretas expresiones- se sentían a salvo de un mundo que aún no comprendían y buscaban su lugar entre sus etéreos semejantes. Evanescence aunó a toda esta tribu y la hizo creyente. O, al menos, amante de un tipo de música que no iba a durar para siempre y que pasaría de moda como tu juguete favorito, pero que dejaría abierta de por vida la puerta de la nostalgia.

La banda de Arkansas, comandada por la impresionante Amy Lee, reunió en el Parque Enrique Tierno Galván –no me cansaré de insistir en lo maravilloso que es este recinto- a miles de aficionados que querían hacer ese viaje al pasado, a cuando todo eran preocupaciones superficiales y la habitación era el mejor refugio. A la época de Emule, de los primeros pasos de Marvel en el cine y de ese chismecito llamado MP3.

Con toda la grada lógicamente teñida de negro, Evanescence jugaba en casa, pues no hay cancha más segura que la de los recuerdos de la adolescencia. Si el día anterior Deep Purple congregaba a veteranos y a niños cuyos padres estaban enseñando la magia de la música, con Evanescence el público era muy específico: gente nacida entre finales de los 80 y mediados de los 90.

En hora y media, los americanos dejaron claro el por qué de su legado. No es que su estilo tenga mucho arco, pues ese metal gótico de principios de siglo se basaba en esos sentimientos tan hormonados y primarios como la épica y la desesperación, pero con la voz de Lee, todo esto es otra cosa, como se pudo ver en la versión de “Ordinary World”.

No fue hasta “Going Under” cuando los móviles hicieron acto de presencia y por desgracia recordamos que los tiempos han cambiado, y que lo que antes no te dejaba ver el flequillo negro ahora no te dejan las pantallas de los smartphones. Algo que, con “My Inmortal” y, sobre todo, “Bring Me to Life”, uno de los mejores hits de este siglo, se hizo casi bochornoso. Por suerte, algunos estábamos en plena expedición, cantando con la boca muy abierta y los ojos muy cerrados. Un concierto dirigido al hipocampo que cumplió con creces su poca –pero necesaria- exigente función.

Texto: Borja Morais

Foto: Jaime Maisseu

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