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Metallica – Civitas Metropolitano (Madrid)

Combate el fuego con más fuego (y con un dónut gigante)

El segundo de los dos megalíticos bolos con los que Metallica concluía en Madrid su gira europea venía condicionado por la promesa de que ninguna de las canciones tocadas el viernes 12 se repetiría el domingo 14. Pese a las excelentes críticas publicadas por la mal llamada “prensa especializada”, el repertorio del primer concierto invitaba a intuir que el del segundo podía ser mucho más sustancioso. Y así fue.

A diferencia del recital del viernes, en el que cayeron siete canciones de la etapa en la que la banda se cortó las greñas (1996-2024), el domingo no se perdieron minutos con ninguna del Load (1996) ni de Death Magnetic (2008), saldándose el repaso a la “era del pelo corto” con un «Inamorata» y un «Too Far Gone?» que no desentonaron, «The Memory Remains», que siempre deviene en verbenera comunión, y las dos mejores aleaciones que James Hetfield y Lars Ulrich han forjado desde que, en 1991, alcanzaron su última cima creativa: «Moth Into Flame» y «Lux Æterna».

Los que preferimos jugárnosla a la carta del domingo también tuvimos la suerte de que el repertorio incluyera cuatro zambombazos de Ride The Lightning, «Whiplash», y los clásicos «Enter Sandman», «Welcome Home (Sanitarium)», «The Unforgiven» en lugar de «Nothing Else Matters», y «Wherever I May Roam». Entre medias de todo el fregado, Kirk Hammett y Rob Trujillo hicieron una versión del «Bienvenidos» de Miguel Ríos que, aun siendo una solemne idiotez, tuvo su gracia y sirvió para corroborar la sensación de que, a pesar de la acústica del recinto, la banda vivió una de esas noches en las que todo encaja.

Eso es mucho decir teniendo a la batería a un Lars Ulrich que disfruta jugándosela con incomprensibles arreglos. Pero ahí está parte de la clave. Aunque Ulrich se arriesga colando jazzísticas extravagancias en los lugares menos indicados, su impredecible manera de tocar impide que el resto de la banda ponga el piloto automático. Sus improvisaciones los mantienen alerta, y eso revitaliza al grupo convirtiéndolo en un monstruo voraz e indomable. Con Hetfield como ariete, los cuatro metallicos sudaron de lo lindo para transmitir la esencia emocional de la música que inventaron: velocidad, frustración, destrucción y redención. Ninguno, excepto, quizás, Hammett, luciendo flamante chupa de Courrèges, parecía capaz de acomodarse. Sudores, muecas, voces al límite… lo del domingo fue una hazaña con tono de epopeya épica. Y los caballeros de la siderurgia que la llevaron a cabo no dudaron en abrirse en canal para demostrar que Metallica aún palpita con vida propia.

Y ahora hablemos del dónut.

Si alguien podía darle una enésima vuelta de tuerca a la escenografía del rock de estadio, esos eran Metallica. El grupo ya rompió moldes en la interminable gira de su “álbum negro”, habilitando un área con forma de diamante (la snake pit) en la que sus descerebrados seguidores podían olisquear los eructos de Hetfield y compañía a escasos centímetros del escenario. Después de eso, vendrían diversas producciones basadas en el mismo esquema hasta que, cuando parecía que la broma no podía llegar más lejos, la banda publica 72 Seasons y anuncia que lo van a presentar por todo el planeta tocando sobre una pasarela circular que, construida en el centro del estadio, rodeará a quienes paguen para ver a sus ídolos como si estuvieran en una sala con capacidad para 1000 personas.

El heavy metal es excesivo, desproporcionado, por definición. Como decían Pantera, es “un vulgar despliegue de fuerza”. Y así podría definirse el apabullante espectáculo en el que nos sumergimos el domingo. Rodeado por trincheras de focos, humo, llamas y ocho torres de acero coronadas por gigantescas pantallas circulares, el dónut metálico se convirtió en el epicentro de una surrealista experiencia que, invocando lo metafísico desde lo tecnológico, permitió que 65.000 personas habitaran el interior de las canciones de Metallica.

Hay grupos que se niegan a desvanecerse, peleando contra la irrelevancia con empecinada maña, y este es uno de ellos. Como Quijotes del metal, James Hetfield y Lars Ulrich siguen empeñados en reinventarse para ser relevantes, y eso, salga bien o salga mal, mantiene viva a su banda. Su competencia no es Judas Priest o Iron Maiden. Ellos, en un delirio del que ojalá no despierten, siguen apuntando más arriba. Quieren que la gente que flipó con Taylor Swift vea que son capaces de liar un pifostio de dimensiones bíblicas. El propósito del grupo ha sido el mismo desde 1981: hacerlo todo más a lo bestia que el resto, convencer a todo el mundo, “buscar y destruir”. Su nivel de entrega, el esfuerzo por ofrecer un espectáculo que sea apreciable desde todo el estadio, los riffs, el fuego, las explosiones, y —para algunos— un par de goles y una bolsa de Triskys, convirtieron la noche del 14 de julio en una alucinación colectiva de la que será difícil olvidarse.

Texto: Rafa Suñén
Fotos: Salomé Sagüilllo

One Comment

  1. Y del pésimo sonido nadie habla?
    Es vergonzoso que cobren lo que cobran por una entrada y se oiga tan mal.
    La voz parecia enlatada, si había doble bombo lo demás desaparecia, las guitarras sucisimas.
    Una verdadera vergüenza que por querer meter más gente, condenen el sonido de esa forma.
    No se si era por qué rebotaba con las pareces del cibitas pero fue horrible.
    Los dos días.

    No lo entiendo.

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