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Scorpions – Wizink Center (Madrid)

Aprenda esperanto con Scorpions

 El borracho que me asaltó en la esquina del bar Los Torreznos me ayudó a dar con la clave. “¡¿Pa qué vas a ver a esos viejales que están más trujas que Tutankamón?!”, me espetó mientras se tiraba medio sol y sombra encima. Me escapé con una mueca, pero el condenado me hizo pensar… ¿Qué hacía yo yendo a ver a Scorpions (pronunciado “ejorpions” en Madrid)?.

Los vídeos de YouTube me habían confirmado que Klaus Meine —76 tacos y operado de la espina dorsal— está más troquelado que un calendario de adviento, que los conciertos llegan por los pelos a los 90 minutos y que siempre tocan las mismas canciones. Y ahí fue cuando me acordé de por qué me estaba metiendo en el Wizink… ¡Las canciones! Scorpions fueron los orfebres que inventaron la vertiente más melódica del heavy metal y no hay nadie en el gremio que los supere en eso. Su relevancia para el género del rock testicular es absoluta. Scorpions son, me perdonen los cansinos del CBGB, los Ramones del rock duro. Las pruebas están en el cancionero que armaron entre 1975 y 1984. Además de ir enfundados en portadas ultrasexistas, horteras y fascinantes en su desfachatez, los siete discos publicados en su década de oro están inyectados de ganchos armónicos ideados con una pericia que la eleganza de la crítica musical reserva a Elton John y Randy Newman —ponte «In Trance» si te escuece—.

Tras despejar mi conciencia, me introduje en la tripa de la ballena. Rodeado de una gente de la que me gusta estar rodeado: jebis de barrio, menee la cabeza como Stevie Wonder para intentar ver algo entre el muro de móviles que apuntaban al escenario. «Coming Home» marcó el rumbo de lo que muchos entendíamos que sería una velada predecible en la que éxitos predecibles como «Bad Boys Running Wild» se alternarían con éxitos todavía más predecibles como «Big City Nights». Comandando todo el tinglado estaba Klaus Meine, más anquilosado que las bisagras del Titanic, pero llegando a todas las notas gracias a ese fabuloso tono con el que podría cantar fumándose un puro. Alrededor de él corría Rudolf Schenker, con sus imposibles estilismos habituales, luciendo moreno de alemán ibicenco y, lo mejor de todo, sacando a pasear una guitarra acústica con forma de Flying-V y otra eléctrica con un humeante tubo de escape incorporado. La escenografía reunía todo lo que cabe esperar de un grupo jebilongo: toneladas de focos, pasarela para hacer el paseíto en los momentos épicos y descomunales pantallas en las que se mostraban, con cristalina definición, distintas animaciones inspiradas en los machirulos y románticos conceptos líricos del repertorio.

Raspando los 90 minutos de actuación, los alemanes supeditan su espectáculo actual a las necesidades de su cantante. Si sumamos el solo de batería de Mikkey Dee —último responsable de que la banda todavía suene potente—, el de guitarra de Mathias Jabs, las tres despedidas y los parones, el grupo solo tocó al completo durante aproximadamente una hora. Pero ningún problema. A la mayoría de los asistentes, entre los cuales, por cierto, había mucho más chavalerío que en Metallica, les dio exactamente igual. Supongo que porque la gracia de ir ayer al Wizink era la de mostrar lealtad, que es una cosa muy de la gente heavy, a un grupo esencial para la arquitectura del rock duro.

«Still Loving You», la power ballad definitiva, banda sonora de miles de trayectos en taxi, abrió el nada improvisado bis. La gente la canturreó, pero me llamó la atención que prácticamente nadie se sabía la letra. Mientras escuchaba palabras inventadas, “girgüigoendein oldeweindersaaaaar” y cantos en esperanto, miré a Klaus Meine, con esa chupa siete tallas más grande que la suya y la boina del revés, y me quedé absorto… Empanado en aquel instante tan hortera, me sentí como cuando tenía ocho años y mi hermano y yo escuchábamos el programa de Disco Cross bajo el edredón. En compañía de 15000 personas cantando en inglés macarrónico, me sentí ingenuo y valiente. Y volví a entender que esa es la razón por la que el heavy metal sigue encandilando a la gente corriente.

Texto: Rafa Suñén
Fotos: Salomé Sagüillo

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