En otra era, editar un disco debut como Faithful One (2023, Whirlwind Recordings), le hubiera supuesto al londinense y joven Sultan Stevenson el aplauso unánime de la prensa especializada. Hoy día, con tanto que nos llega y tan esparcido, la música queda en una nube espacial, y una de dos, o espera a ser descubierta o desaparece en el más hondo del barro. Me encanta haber llegado a la primera opción gracias a la descripción de los conciertos mensuales de Jamboree. Porque eso fue lo que me atrapó, cómo detallaban a Sultan y la comparación con McCoy Tyner.
Si bien Faithful One es un disco de apreciaciones nocturnas, ideal para relajarte, conducir sin prisa con la luna de fondo o viajar al infinito, esas canciones, transportadas al directo, cobraron una dimensión autónoma, sin ataduras o corsé, más propicias a la improvisación aún basadas en las agraciadas líneas de composición originales. Hay que contar que en el disco hay presencia de algún viento, mientras que en Barcelona llegó Sultan al piano, un contrabajista jovencísimo que tocaba con un tacto inaudito y un batería que podía liderar su propio combo, por su forma alucinante de empuñar el instrumento, el tremendo Josh Short.
Así que «Faithful One», «Prayer» y «To Be Seen», o cualquier canción que sonase del álbum comentado, se transformaron en otra cosa, en un monstruo desbocado capaz de contorsionarse en la postura más complicada, alcanzando lo más bello y lo más complejo. Sultan ejerció de interlocutor con el público, saltando al centro del escenario cada dos canciones y hablando con una mezcla de timidez y gracia callejera que le hacía muy natural. Tan solo una hora de recital, por poner una pega. Poco, muy poco tiempo. Pero quiero creer que la próxima será más larga y traerá discos a la tabla de merch. Mientras tanto, vuelvo a ese maravilloso Faithful One.
Texto: Sergio Martos
Fotos: Alberto Belmonte
